Mundos íntimos. Mi gata Uma, compañera desde hace 16 años de mis alegrías y llantos, se está muriendo

  • Por:jobsplan

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03/2022

Desde que lo supe me convertí en una máquina de contar la novedad. Participo a mis familiares, amigas, vecinos; lo escribo en redes sociales y, ahora, hasta en el diario. Mi gata se está muriendo. Así de simple y brutal.

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Le saco fotos a la gata, muchas fotos, y la grabo en videos, también muchos; voy armando en una carpetita una especie de memorabilia digital para atesorarla, para hacerla eterna. Es la manera –poco original, lo sé– que encontré para asumir lo inevitable.

Mi gata se está muriendo, mi gata se está muriendo. Tal vez de tanto repetirlo como si fuera un conjuro, me acostumbro a la distopía de lo inminente porque la ausencia de mi gata convertirá, lo sé, a mi universo en un lugar un poco triste.

Pero basta de hablar de mí, hoy quiero hablar de ella, quiero contar su historia, su biografía. La biografía de una gata, ¿por qué no?

Se llama Uma y tiene 16 años. Llegó a nuestra vida en septiembre de 2002 en forma de regalo.

“Pasé por una veterinaria, estaba en una jaulita y no me pude resistir”, dijo mi mamá apenas abrí la puerta de mi casa. Tenía la sonrisa pícara de quien acaba de cometer una travesura y sostenía con ambas manos una caja de cartón. Caminó hasta el centro del living y apoyó la caja sobre la mesa. Antes de que la abriera, yo ya sabía lo que había adentro: tengo el don de percibir gatos.

La destinataria del presente era mi hija que acababa de cumplir tres años. Mi madre, ostentando el rol de abuela, nunca me consultó si yo quería hacerme cargo de un gato, pero, en definitiva, fue ella la que me crió en el marco de la devoción por los felinos; así que nada podía fallar. Y no falló.

Todavía recuerdo los gritos de felicidad de mi hija y los saltitos nerviosos alrededor de la mesa. Se moría por sacarla de la caja, pero no se animaba. Caí en la cuenta de que ella nunca había tenido un gato y, en silencio, agradecí que mi madre estuviera allí para reparar el error; siempre consideré que no tener un gato es un error que, por suerte, se puede subsanar. Y en eso estábamos aquel 14 de septiembre.

El momento en el que, finalmente, levantó a la gata fue mágico. En ese entonces, mi hija, tenía una costumbre: usaba todos los días una vincha de plástico de la que salían dos alambres con una estrella plateada en cada punta; el sol entraba por la ventana y chocaba contra las estrellas, el reflejo se proyectó en las paredes y en la madera del piso. Ella giraba y giraba, rodeada de luces, mientras abrazaba a una bola de pelos pequeña y gordita. La bienvenida luminosa que Uma se merecía.

En razón de verdad, el primer nombre de la gata fue Rosa. Corrían los tiempos en los que mi hija amaba el color rosa; todo tenía que ser rosa: la ropa, las zapatillas, las hebillas y la gata. No recuerdo de dónde salió el nombre Uma, pero sí sé que su nombre completo es Uma Rosa.

Mi hija fue creciendo, la pasión por el rosa se esfumó y con la pasión, el segundo nombre de la gata. Finalmente le quedó Uma, Umita o Uma Thurman, en honor a la protagonista de Kill Bill.

Gatita de paciencia infinita, se dejó pasear en cochecito de muñecas, camuflar en un canasto lleno de peluches, comió dulce de leche robado de tostadas ajenas y hasta, un día, me la encontré con todo el morro pintado con lápiz labial rojo, fue en la época en la que mi hija jugaba a ser maquilladora.

De a poco se fue convirtiendo en una gataza bella, hipnótica. Aprendió sola a buscar sus espacios de paz en una medianera a la que llegaba saltando desde el balcón, más de una vez se me paró el corazón viendo la maniobra.

Cuando trajimos a Chuki, una gatita tan fea como adorable, Uma dejó de ser “hija única”; luego de un par de días de enojo feroz, no dudó en asumir el rol de madre: la llevaba de paseo por toda la casa, le enseñó a morder con la presión justa para no lastimar y la amamantaba con sus tetillas de leche inexistente. Y así se criaron juntas.

Mundos íntimos. Mi gata Uma, compañera desde hace 16 años de mis alegrías y llantos, se está muriendo

La comezón del séptimo año vino con malas noticias. Una cadena de bolitas en su panza se hizo notar. Era imposible acariciarla sin tocar los bultos.

El diagnóstico veterinario fue lapidario: Uma tenía cáncer de mamas. Después del baldazo de agua fría, aparecieron las opciones. Una de ellas era operarla, quitar los tumores y rogar que no volvieran a aparecer. La intervención era cruenta y, sobre todo, tenía un post operatorio muy doloroso.

“No quiero que sufra”, fue lo primero que pensé y lo único que dije. Tal vez fue mi cara, mis ojos húmedos o la certeza en tono de mi voz, no lo sé, pero volví a mi casa con una segunda opción: quimioterapia.

Me impresionó bastante la cuestión, hasta ese momento yo no sabía que los animales podían ser sometidos a procedimientos similares a los de los humanos. Me sentí un poco culpable, pensé en la cantidad de personas luchando contra el cáncer y yo preocupada por un gato. Pero era mi gata y la tristeza me era inevitable.

La oncóloga felina –sí, oncóloga felina– me despejó las contradicciones que se atoraban en mi garganta. Me contó que su madre había sido paciente oncológica y que la ciencia, los médicos y los veterinarios estaban allí a disposición para salvar vidas. También me dijo que no eran comparables las personas con los animales, que todo circula por carriles distintos y que a nosotras –dijo nosotras y señaló a Uma– nos tocaba circular por el carril de intentar todo para salvarle vida a la gata.

En realidad, no dijo nada que yo no supiera, pero escucharlo con tanta firmeza y convicción me tranquilizó. Y allí mismo empezamos a recorrer el camino.

Una vez cada dos semanas, metía a Uma en su canil rojo. Los miércoles a las 19 era la cita. Le daban un tranquilizante y le ponían una cánula en la pata. Durante una hora le pasaban la medicación oncológica; un líquido rojo que compraba en una farmacia en Palermo, frente a una plaza.

Lejos de lo que uno desde la ignorancia imagina, la reacción a la quimio fue excelente. La gata había vuelto a ser activa, saltarina y a comer mucho.

Después de la sexta sesión los bultos habían desaparecido. Durante varios meses hubo controles, análisis de sangre y placas de todo tipo. Uma Thurman, más black mamba que nunca, había ganado la batalla.

Volvieron las tardes al sol, los paseos por la medianera, varias mudanzas, los kilitos de más después de castrarla y la llegada de una tercera gata que revolucionó el núcleo entre Uma y Chuki. La nueva se encontró con una Uma añosa y con menos paciencia, pero nadie dudó de que “la vieja” –así la empezamos a llamar– era la líder de la manada.

Nadie duda, tampoco, de una cuestión que siempre fue obvia: Uma es mi gata. O mejor dicho: yo soy su humana. Quienes sabemos de gatos tenemos muy clara esta diferencia. Los gatos nos eligen, nunca pero nunca es al revés.

Me sigue como si fuera un perrito, se para en dos patas para pedirme que la levante, sólo ronronea entre mis brazos y conoce como nadie el hueco exacto de mi pecho en el que su cuerpo entra como si fuera a medida. Eso creo: Uma y yo estamos hechas a medida.

En 16 años pasan infinidad de cosas en las vidas de las personas, y estoy segura de que la sensibilidad felina las transita, muchas veces más a la par que muchos humanos.

En cada casa nueva fue Uma la que le ponía el tono a las mudanzas: llegaba, olía todo y aprobaba en cuanto se acurrucaba en un sillón. Los gatos son el hogar y ella estuvo siempre.

Me lamió las lágrimas saladas cada vez que me encerraba en el baño a llorar por la muerte de mi papá; cuando me fracturé la pierna, estuvo 60 días apoyada en el lugar exacto del dolor, ni arriba, ni abajo: en el punto justo en donde mi rodilla se había hecho añicos; se recostó horas y horas pegadita a mi computadora mientras yo tecleaba, poseída, mis novelas; veranos de reposera al sol; inviernos de sillones y mantas; cientos de yogures compartidos –de la misma cuchara, sí– y litros de restos de sopa. Uma adora la sopa porque los gatos saben ser felices y no hay nada más feliz que una buena sopa.

Desde hace unos meses todo empezó a cambiar: la vieja está muy vieja y, con los años, los riñones empezaron a fallar.

Su pelaje brillante y esponjoso devino en un pelito opaco y entreabierto; la mirada curiosa, en ojitos de párpados caídos; su cuerpo mullido es ahora un conjunto de huesos con un tapado de piel que le queda grande.

Y otra vez un diagnóstico de caos: nefritis crónica grado tres –casi cuatro–.

Nunca sabré si mi gata entiende que se está muriendo, pero paso horas imaginando cómo ve la muerte, si es que la ve y, hasta incluso, pienso que los gatos no se mueren.

El otro día leí en internet una carta que escribió Ernest Montague, un señor al que se le había muerto su perro viejito. El autor explicaba que los perros no se mueren, porque no saben como morirse. Se cansan, se hacen viejos, duermen siestas más largas y los huesos les duelen, pero no se mueren. Dice, Montague, que los perros se van a vivir al corazón de sus dueños y que cuando uno los extraña y llora, en realidad, es el perro que se despertó de una siesta y mueve la cola en el medio del pecho de quienes los amaron. Termina el texto diciendo: “No se dejen engañar, no están muertos. No existe tal cosa. Ellos están durmiendo en su corazón y se despiertan, por lo general, cuando no lo esperas. Lo siento si no tienes perros durmiendo en tu corazón. Te has perdido tanto.” La carta habla de perros, pero elijo creer que el hechizo también funciona para las personas que somos “de los gatos”.

Me alivia un poco pensar que Uma no sólo va a vivir en mis recuerdos, en la memoria del celular o en los posteos de redes sociales; el corazón es un gran lugar para que se arme su morada.

Pero mi gata se está muriendo.

Ahora me toca acompañarte, amiga. Es mi turno.

Bajo a tu lado las escaleras, escalón por escalón, despacito; nos quedamos unos segundos en el descanso, tomamos aire y retomamos el último tramo. Bien, lo hiciste, lo hicimos.

Tu silla favorita sigue en el mismo lugar, pegada a la ventana, el sol la sigue cubriendo cada mañana; ya sé que quedó muy alta para tus posibilidades actuales, te veo mirarla con deseo, pero tus músculos débiles ya no resisten el salto. Acá estoy, tranquila, te levanto para que te acurruques como siempre, como si todavía fueras chiquita.

También me tiro en el piso, con la panza pegada al piso, para darte en la boca y de a pedacitos la comida húmeda o una taza agua con hielitos –como te gusta– y espero que tomes contando cada lengüetazo. Uno, dos, tres. Uno más, dale, tus riñones necesitan agua.

Soy tu cómplice cuando le hacemos un poco de trampa a la veterinaria y te dejo que lamas de mi dedo un poquitito de ese queso crema que tanto te gusta.

Y cada noche te acomodo en mi almohada para dormir cabeza con cabeza: vos escuchás mi respiración, yo la tuya.

Mi gata se está muriendo, mi gata se está muriendo. Y mientras tanto juego a los rituales y decidí que te voy a enterrar debajo del árbol del jardín. Y voy a poner esas flores chiquitas de color violeta, ¿te acordás? Esas que masticabas cada verano, pero esta vez no me voy a enojar. Ya no.

El final se acerca y me descubro pensando en ese cielo en el que no creo. El cielo que usamos los mortales como consuelo. Y tengo claro que mi cielo sólo será un paraíso si, cuando me toque llegar, mi gata me está esperando. Gorda, mullida, como aquella vez, girando entre el brillo de las estrellas.

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Actualización: horas después de la publicación de esta nota, Uma finalmente murió este sábado. Así lo confirmó la periodista en sus redes sociales.

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Florencia Etchevés es periodista y escritora. Un día dijo basta, dejó la conducción de uno de los noticieros de TN para dedicarse a escribir. En el tiempo que le robaba a las cámaras de TV publicó tres novelas editadas por Editorial Planeta: “La virgen en tus ojos”, “La hija del campeón” y “Cornelia”. Esta última fue adaptada al cine con el título “Perdida” y actualmente se puede ver por Netflix. Su cuarta novela verá la luz en octubre, el mes que la autora tiene como cábala a la hora de publicar un trabajo editorial. Florencia está trabajando en dos proyectos de ficción para televisión. Para ella, los lugares perfectos deberían tener un mar para nadar y muchos gatos para acariciar. Su hobbie es dibujar, lo hace mal, muy mal, pero considera que en esa falta de talento con los lápices y acuarelas está la verdadera libertad.

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