Adolescencias trans, sin pedir permiso
En México, la cifra de adolescentes que no se sienten identificados con el género asignado al nacer oscila entre 81 mil y 183 mil, según el Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir. Esta es la historia de tres de ellos: Luis, un chico de 17 años que de niño jugaba a ser Peter Pan; Yahel, de 13, que quiere estudiar arqueología o mecatrónica, y Sara, una chica de 16, vegana y con pasión por el cine
Texto y fotografías: Quetzalli Nicte Ha González
“Un gusto. Soy Luis Tirado. ¿Con qué pronombres te gustaría que me refiriera a ti?”. Escucho la pregunta y me detengo en seco. Jamás me había cuestionado si yo podría identificarme con un pronombre diferente a “ella”. Nadie tampoco me había ofrecido esa posibilidad. Así le conocí.
Su cabello es ligeramente largo y rizado, a veces lo deja libre, suelto y se le esponja. Otros días lo sujeta un poco con crema para peinar y se le definen más los rizos. La sonrisa franca combina con su conversación fluida y sus uñas cuidadosamente pintadas.
Luis, de 17 años, se identifica como un chico trans. Me cuenta que creció en una familia preocupada por no marcarle ningún estereotipo de género. En sus primeros cumpleaños se disfrazó de Peter Pan para comandar a los niños perdidos y corrió a velocidades impresionantes enfundado en un atuendo de Dash. Tuvo una infancia plena, aunque siempre se supo diferente a la norma sexo-género.
– Abuelo, voy a decirte algo que puede asustarte: me gusta una niña.
–¿Cuál es el problema? A mí también me gustan las mujeres.
Su familia es cercana al mundo de las artes y está acostumbrada a convivir con personas del colectivo LGBTIQ+. A los 12 años les dijo que era lesbiana sin sentir miedo ni preocupación. Sus padres le llevaron a una librería y le compraron Este libro es gay. Luis sostuvo entre sus pequeñas manos esa portada arcoiris, leyó ávido capítulo a capítulo y llegó a un apartado inesperado: Personas trans.
Me cuenta que su voz interior gritó: “Esto es, esto soy”. Fue poderoso leerse, verse en una historia y se identificó con esa explicación amable sobre la identidad trans. No era la imagen sórdida de la sexoservidora en la morgue en un programa de CSI. No era la escena de cine donde alguien sentía náuseas al saber que había besado a una persona trans. Ahí encontró cómo nombrarse, cómo saberse.
En ese momento se abrió una ventana de tranquilidad y a la par un mar de preocupaciones, no estaba tan seguro de que su familia fuera a comportarse tan comprensiva esta vez. Le agobiaba cómo explicarlo. Pasó un año sin poder decirlo. Sus pensamientos se agolpaban y estaba irritable todo el tiempo.
Su padre, David Tirado, recuerda: “Algo me preocupaba, iba bien en la escuela, en el deporte, pero cuando lo llevaba a dormir algo me decía que no estaba bien”.
Llegó el día que Tania Morales, su madre, lo llamó a su cuarto y le advirtió que no lo dejaría salir de ahí hasta que le explicara qué pasaba, de dónde venía todo ese enojo. Luis no eligió el momento, no preparó el discurso. Simplemente lo soltó.
– Soy trans, soy un hombre.
El camino de Luis
Tania es mamá de Luis. Es una joven abogada, feminista, con una maestría en Historia del Arte y trabaja en un museo. Estaba ahí sin saber exactamente qué decir. Las emociones se desataron. Esas imágenes que circulan en el imaginario colectivo cayeron directamente a la mente de Tania y la inundó el miedo. Ya no sería biólogo, escritor o científico. Tuvo un gran temor de que su hijo se perdiera, se rompiera.
Dice que hubo discusiones. Muchas.
La primera sensación que Tania experimentó fue el reproche consigo misma. Me cuenta que sintió que quizá no había sido un buen ejemplo de lo que una mujer puede llegar a ser. Se preguntó si no se había esforzado lo suficiente en enviar el mensaje de que las mujeres podían llegar tan lejos como quisieran. Le daba miedo que por ser trans todo se volviera más difícil para su hijo. Se apoyó en su actual pareja, Salvador, que no sabía nada del tema, pero empezó a mandarle videos, textos, entrevistas. Habló con sus padres, los abuelos de Luis, quienes tampoco entendieron bien al inicio.
“Si te dice que se siente así y que es lo que es, vamos para allá”, dijo su abuela.
Luis ríe al decir que él decidió cuándo salir del closet y ser visible pero que a su familia no le dejó opción, los subió al barco casi sin aviso. Sin embargo, todos se dejaron guiar por él y en sus respectivos espacios y círculos sociales se asumieron como una familia trans.
El pasado 28 de agosto, en la Ciudad de México entró en vigencia el decreto sobre las adolescencias trans, mismo que permite a adolescentes, a partir de los 12 años y con autorización de sus padres, modificar el acta de nacimiento con su identidad y nombre elegidos. Pero no siempre fue así, hubo familias pioneras que impulsaron este derecho en los juzgados y en las calles.
Antes del decreto, las infancias y adolescencias trans solo tenían la opción del juicio. Luis y su familia fueron los primeros en enfrentar por vía del amparo la ley que únicamente reconocía a mayores de edad el derecho a un cambio sexogénerico en el Registro Civil. Dos años duró el proceso. Ir y venir, entrar y salir con papeles, requerimientos, explicaciones aquí, correcciones allá, copias por montones. Se fueron recursos, energías, ilusiones.
“Todo el tiempo tienes que disculparte o pedir permiso para ser”, la voz de Luis se endurece. “Ni siquiera el Estado, que se supone es el que te tiene que proteger, ni siquiera él te reconoce. ¿Cómo le pides a los demás lo hagan? Un “no” para mí, era un “no” para toda mi familia. Cada une vivió su proceso de desesperación y desesperanza”.
El 23 de julio de 2019, Luis se cambió de ropa ocho veces. Tania y él fueron los primeros en llegar. Esperaron en una banca de concreto mientras un pitbull blanco jugaba con el agua de la fuente brotante que está frente al Registro Civil. Al poco tiempo llegó Salvador (pareja de Tania), Damián (su psicólogo) y las abogadas. Después de atravesar la explanada, Luis entró al cubículo de cristal que le indicaron dejando atrás a todos. Le ofrecieron una hoja de consentimiento informado y el borrador de su acta de nacimiento. Antes de firmar notó cómo le tomaban fotos mientras sonreían. Tomó la pluma y lo hizo. Tania alzó los brazos de felicidad para luego apresurarse a mandar fotos al padre de Luis y a los abuelos que estaban de viaje ansiosos por saber qué sucedía. Luis bailó. Sintió muchas ganas de bailar frente a esa fuente chispeante y simplemente lo hizo.
“¡Fue increíble!”, su voz se eleva y deja ver esa emoción transparente que solo brota cuando tienes 17 años. “Fue decirme a mí mismo que yo soy la única persona que puede definirme y nombrarme. Eso se siente en todo tu cuerpo. Tus huesos tiemblan”.
Luis es empeñado y disciplinado desde la niñez, a los cuatro años ya practicaba tenis con su padre. Torneos, competencias. Su nivel le hizo estar en selecciones infantiles nacionales. Le gustaba el sonido de la bola al tocar la raqueta y su golpe favorito es la derecha. María Sharapova y Roger Federer fueron sus ídolos.
Cuando asumió su identidad masculina, y luego obtuvo su acta de nacimiento, dejó el tenis de manera seria. No podía competir más. No en la rama correcta. “Él tuvo que elegir sus batallas. Yo le dije: ‘mi amor, podemos ver qué hacer’, pero había otras cosas urgentes que enfrentar: la escuela, cambiar el acta, hablar con sus demás círculos, así que respetamos su decisión”, cuenta David Tirado, su padre.
“Luis no es del tipo que se enoje. Si algo le molesta suele ponerse triste y no le dan ganas de hablar. De él he aprendido que está bien sentirse mal a veces, que en los momentos de ansiedad podemos acompañarnos”, dice Daniela, una de sus mejores amigas.
El afecto no lo escatima, quiere a borbotones pero lo expresa con mesura. Luis quiere en silencio. No usa demasiado las redes sociales y tarda mucho en contestar los mensajes de Whatsapp.Cuando a sus amigos les llega un mensajito de la nada, quizá deseando les vaya bien en algún examen, saben que Luis se está esforzando.
Don´t you know you´re queen
Yet, even flowe bloom at my feet.
Don´t you know you´re queen
Cracked, peeling.
En el video se ve a Michael Alden Hadreas, cantante de Perfume Genius, en el asiento del acompañante de un convertible. La cámara gira y es él mismo vestido de mujer quien ahora maneja mientras canta.
No family is safe
When I sashay
Gleaning, wrapped in golden leaves.
Nuevamente le vemos, ahora está en un baño público, se mira en al espejo y su cuerpo andrógino se ve reflejado vestido de mujer. Ir y venir. Una larga mesa donde se reúnen ejecutivos en una junta empresarial. Todos en trajes elegantes. Él/Ella se sube a la mesa y se desliza entre platos, se arrastra, se adueña del espacio. Es el video de la canción Queen, que Luis suele escuchar, una y otra vez, mientras está en el sillón de la sala frente al amplio ventanal.
El proceso de encontrar su masculinidad fue complicado. Cuando empezó no tenía idea de nada. Estaba perdido. Parecía que la única forma en que la gente lograría verlo como hombre era si ejercía esa masculinidad estereotípica.
– ¡Di groserías!
– No, nunca las he dicho.
– No importa, los hombres lo hacen. ¡Bromea sobre mujeres!, ¡corre como hombre, no saltes tanto!”, ¡Abre más las piernas al sentarte!
Luis recibió toda clase de consejos. Algunos bienintencionados y otros que no le hacían ninguna lógica. Cuando empezó su proceso de transición, alrededor de los 13 años, sus padres fueron a exigir a su escuela que reconocieran su nuevo género y su nombre elegido. Institucionalmente lo hicieron, pero el proceso al interior no fue sencillo.
“Yo tengo ansiedad alta. Desde que existo. Ya venía conmigo (ríe). Me acuerdo que cuando pasaba de kínder I a kínder II me deshacía las manos de quitarme los pellejos. La forma en la que encontré que puedo manejarla es identificar mis emociones y ser honesto sobre ellas con las personas que quiero. Siento mucho. Al entrar al mundo masculino tuve que bloquear eso, en un cambiador no puedes exhibir miedo o tristeza. No es aceptable. Te pone en peligro. Entonces decidí que no iba a sentir cosas”, cuenta Luis.
Otro género. Otras reglas. En ese camino fue encontrando todo tipo de reacción a su transición. Una vez, la escuela realizó una salida. La zona de campamento fue dividida por género. “Hacía mucho calor en la tienda de campaña, éramos cuatro y todos se empezaron a quitar la ropa. Yo dormía con pijama y me dijeron: ‘¡Quítate la ropa!’. No sé si era morbo o solo dejar en claro que no era igual”, relata.
Me dice que en el mundo estereotipado de los varones existe una exigencia de mostrar fuerza de todo tipo. “Tienes que denigrar gente y ser denigrado. Así funciona. Me acuerdo estar en el baño de profesores que tiene puerta. Yo me cambiaba en la oscuridad porque no hay luz ahí y solo escuchaba todo lo que decían afuera. Iban y me tocaban la puerta con fuerza y una vez me dejaron encerrado adentro, rompieron la chapa. Fue duro, entonces opté por intentar ser invisible para sobrevivir. Yo no quería ser parte de esos juegos, entonces no quería ser visto. No es que sean malas personas, aprendieron eso y (ahora) deberían desaprenderlo”.
No todo fue así, también obtuvo aceptación y apertura por parte de otros. Su amigo Pablo fue clave. Alto, fornido, una mole. Fue su columna para entender y aproximarse a ese mundo desde un lugar más acompañado. Luis lo describe como un hombre gigante cisgénero (una persona cuyo género asignado al nacer coincide con su género percibido), seguro de sí mismo, que usa mascadas sin pudor.
Pablo lo presentó con sus círculos de amigos y zanjaba cualquier comentario que pudiera estar fuera de lugar mientras él estaba presente. Nunca lo cuestionó. Le dijo en una ocasión: “Tú eres Luis y yo estaré”.
Mientras más seguridad tenía en sí mismo y más personas trans fue conociendo –y escuchando cómo ellos y ellas construyeron su propia versión de género–, Luis supo que no era necesario vivir esa masculinidad dominante. “Tuve que ser valiente, no de forma estereotípica de aguantar, sino volver a llorar, volver a enojarme, sentir indignación. Dejar de aceptar que debía pasar por todo ello”.
Luis pasó a la preparatoria y, si bien pudo mudarse de escuela e iniciar de nuevo, decidió quedarse. No iba a renunciar. Recién ingresó otra persona trans a su escuela. Todo parece que ha sido mejor ahora. Ambos son los titulares del conversatorio LGBTIQ+ de la escuela y tienen un proyecto con varios amigos más donde enseñan artes a niños trans.
Luis y su mamá ríen, van en el auto. Luis arroja un nombre de varón y ella empieza un relato y recuento de los hombres en su vida que llevan ese nombre. Descartado. Eligen otras opciones. A los 13 años, toma la decisión y pide a su familia ser llamado por el nombre de su abuelo materno.
Las primeras veces que lo llamaron por su nombre elegido fue tan potente como extraño. Es lo que quería, lo había solicitado, se lo habían cumplido, pero algo no le sonaba tan bien. Le gritaban Luis y tardaba unos segundos en reaccionar.
–Sí, claro. Se refieren a mí. Ese soy yo (ríe mientras recuerda esa etapa).
Si Luis quiere maquillarse, lo hace. Si quiere cruzar la pierna mientras se sienta, lo hace. Todas esas posibilidades de expresión no tienen que ver con el hecho de que él es hombre.
– ¡Ah! No es necesario repetir este machismo. Ahora puedo pensar qué clase de hombre quiero ser y también me siento tranquilo de dejar de suprimir mi feminidad.
Le interesa romper con la idea predeterminada de que la experiencia de un hombre cisgénero sea concebida como la única posible y legítima.
Su abuelo, Luis Morales, es un hombre elegante, su barba entrecana está finamente recortada y habla con mucha propiedad. No obstante, algo pueril y travieso se dibuja en su rostro cuando le pregunto qué significó que su nieto eligiera su nombre.
–Si Luis decidiera en este momento cambiarse de nombre, sería yo quien lo seguiría a él.
– Ay, mamá. Es que dijeron que la reata.
– Yahel, se refieren al pene.
– ¿Y por qué no le llaman así?
– Pues porque así les enseñan, que no se debe hablar de ello.
Yahel tiene 13 años y no se identifica ni como hombre ni como mujer en su totalidad. Es una persona alta para su edad, quizá alcanza ya el 1.65m y su cuerpo es en extremo delgado y con piernas largas. Su cabello le cae a manera de fleco cruzado sobre el rostro. Tiene dos hoyuelos que le surcan las mejillas al sonreír y sabe que su miopía y astigmatismo serán un obstáculo para ser astronauta; sin embargo, se aferra a sus demás opciones: la arqueología y la mecatrónica. Los juguetes para armar y de ciencia son su debilidad, su voz se carga de emoción cuando narra la vez que fue con su madre al Instituto Politécnico Nacional a un encuentro con Beakman (el excéntrico científico de la televisión educativa). Adora a los animales, tiene cinco perros y un cuyo llamado Cui Cui.
Yuvet, su madre, recuerda que cuando ella se metía a bañar, solía escuchar ruidos en su habitación. Al salir y curiosear, se daba cuenta que Yahel había usado sus zapatillas. Se dio cuenta de que Yahel ocultaba que le gustaban accesorios o actividades que el estereotipo asigna a las niñas. Me explica que el padre de Yahel era muy religioso, estricto y violento y que vivía constantemente preocupada porque su hijo fuera juzgado severamente. Un día las cosas explotaron y ella tomó la decisión de dejar esa casa llena de biblias, rezos y reproches. Tomó a Yahel y se fue. No recibe pensión alimenticia o ayuda alguna para la manutención y crianza. Yahel dice que no convive ni desea volver a ver a su padre biológico.
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— Terraria4Smash! Thu Jul 22 16:57:13 +0000 2021
Yuvet es una mujer joven, de cabello rapado en la parte de atrás y lacio al frente, sus labios suelen relucir en tonalidades púrpuras. Quiso conocer más sobre diversidades sexogenéricas, mucho antes de saber que Yahel se identificaría como una persona trans no binaria. Un día fue a la marcha por el orgullo en la Ciudad México y supo de “Transformar, Transcender”, un grupo en Clínica Condesa que acompañaba a personas trans y a sus familiares. Pronto se presentó en la clínica y pidió permiso para estar en las charlas, le dedicó tiempo y escucha, aprendió muchísimo.
Cuando cumplió ocho años Yahel le dijo:
– Mamá, quiero que me maquilles.
– ¿De día de muertos? ¿De Halloween?
– No, no, quiero que me maquilles como mujer.
– Ok, luego.
Los recuerdos de las sesiones de “Transformar, Transcender” llegaron a su cabeza. Volvió y esta vez ella fue quien tomó la palabra. Me cuenta que se puso a llorar frente a todo el grupo y que estaba asustada; que sacó todo lo que sentía, la incertidumbre y los temores que la habían dominado. Le sugirieron que simplemente dejara que Yahel se expresara como quisiera, sin cuestionar si eso significaba algo o no, porque en realidad una cosa son los gustos (los vestidos, por ejemplo), otra es la identidad de género (el género con el que una persona se autoidentifica) y otra es la orientación sexual (las personas por las que siente atracción). No necesariamente un parámetro está relacionado con el otro.
– A ver, ven. Te voy a maquillar como quieres.
– ¿Me tomas una foto?
– Sí, está bien. Ponte ahí en la pared.
– No, espera. Falta algo.
Yahel corrió al cuarto de su madre, se sumergió en su closet y regresó para posar. Cabello corto, sombras y labial morado; playera de Darth Vader, pantalón azul y unas zapatillas negras ligeramente abiertas de enfrente. En su rostro, una sonrisa pícara.
Iktán y Yuvet se conocieron en “Transformar, Transcender”. Iktán es un hombre trans. Llevan tres años juntos e Iktán ha cobijado la fluidez entre géneros de Yahel, el hijo de su pareja, porque sabe perfectamente lo que es sentirse diferente desde pequeño. Iktán amaba el futbol cuando, de adolescente, su padre lo llevaba a escondidas en contra de la voluntad de su esposa porque ella creía que era un deporte nada apropiado para mujeres. Sin embargo, para ellos era su momento de complicidad, diversión y convivencia. “¡Ahí se te pegó!”, fue lo primero que escuchó Iktán de boca de su padre después de decirle que era un hombre trans. “¡Yo tuve la culpa! Ahí se te pegaron esas mañas”, siguió.
En aquella discusión, al escuchar eso de su padre, Iktán tuvo un flashback: cuando tenía 15 años su padre súbitamente se alejó. No dio explicaciones e Iktán se cuestionó muchísimo si había hecho algo para molestarle. Se sintió contrariado y abandonado. “Ahí lo entendí. Él se sentía culpable, creía que yo soy así por haber convivido conmigo de manera tan cercana, con mis tíos y primos”.
Me dice que ser trans no es algo que se decida, que suceda por influencia, mucho menos por sobresalir o por mero capricho. Se es y ya. “Yo hubiera dado cualquier cosa por ser común y corriente, no quería ser diferente. La mayor parte de mi vida pensé eso, pero me salí del molde, me salí de todos lados”, explica Iktán.
La familia de Yahel se ha tenido que mudar dos veces en el último año debido a la búsqueda de trabajo, de estabilidad y de un ambiente favorable para su desarrollo. Hoy viven en una colonia que se encuentra en la periferia de la alcaldía Álvaro Obregón, en la Ciudad de México.
Iktán empezó su transición a los 31 años, ya de adulto. Vivir con Yahel se ha vuelto un reflexionar constante sobre su propio camino. “Por un lado doy gracias de que fuera una transición de adulto, porque si no yo hubiera sido un hombre machista, porque era una lesbiana machista, esa es la realidad. No hubiera aprendido tanto, ni me hubiera cuestionado muchas cosas. Por otro lado, siento que Yahel tendrá oportunidades que yo no tuve”.
El dúo Yuvet-Iktán se alimenta entre sí, parece que el engranaje embona y se ayudan a cuestionar sus prejuicios de género para sentirse más libres. “Yo no sé qué es lo que me hace ser mujer. No puedo decir que me hace ser mujer una vulva o una vagina porque estaría en contra de las mujeres trans, o que me haga mujer poder reproducirme, porque hay mujeres que son infértiles y, si no pueden tener hijos, ¿no son mujeres? O si tengo pechos pequeños ¿no soy tan mujer? Si vamos a lo mismo con el pene: a los que se los tienen que cortar ¿dejan de ser hombres, o qué? Para mí lo trans te desnuda de todas esas imposiciones que debes cumplir para ser hombre y mujer”, afirma Yuvet.
Yahel no es tímido en el escenario. Un 15 de septiembre de su sexto año de primaria llegó listo para ser Ignacio Allende, héroe de la independencia de México. Sus parlamentos fueron dichos de forma correcta, no se equivocó en absoluto, pero algo sucedía entre la audiencia que se sentía como un tsunami creciente. El público no estaba complacido.
Todo comenzó la noche anterior, todos se esmeraron con el atuendo. El foamy se convirtió en su mejor aliado. Yuvet le confeccionó un saco propio de los soldados de la época: azul rey, con puños, pecho y cuello rojos cuidadosamente contorneados con un listón dorado. Iktán, por su parte, se encargó del sombrero, mientras Yahel se probó las dos opciones de pantalón blanco que tenían, decidiéndose por los leggins. También tenía una espada plateada con empuñadura dorada. ¡Casi estaba listo! Yuvet pensaba cómo simularle unas botas altas cuando Yahel ya venía con las botas de tacón alpargata en sus manos y dijo: “¡Éstas!”.
Yuvet lo dejó decidir. Si estaba seguro y cómodo, así sería. Únicamente le dijo que, si alguien lo molestaba, él se defendiera. Y así, el general Ignacio Allende llegó a la escuela en botas femeninas. No es que fueran altísimas, apenas se notaba el tacón y los broches, pero esos detalles fueron suficientes para que hubiese cuchicheos y exclamaciones en todo el público: “pero a la mamá cómo se le ocurre”, “pobre niño”, “no hay que dejar que se junten con él». Los demás padres no sabían que Yuvet estaba entre la multitud y escuchaba todo. En eso, un niño le grita: “Ay, qué bonita”. Yahel con seguridad le respondió: “¿Qué? ¿te gusto?”. De inmediato fue reprendido por la maestra.
Yahel admira el grupo español “Mago de Oz”. Le emociona tener un disco autografiado por ellos. Le gusta el metal y la música estridente. También disfruta mucho al pensar que puede ser lo que quiera. Fluir en su expresión de género cómo mejor le plazca.
Muchas veces se siente mejor entre adultos, entre las amistades trans de sus padres, o entre adolescentes y jóvenes trans con quienes luego hacen picnics. Es lo que más extraña en tiempos de pandemia. Este año debería estar cursando primero de secundaria, pero decidieron dejarlo para más adelante porque Yahel no entendía nada con las clases televisadas. Hace poco tuvieron que mudarse y el trabajo de Yuvet no le permite estar todo el tiempo para las tareas y demás exigencias escolares. El próximo año escolar entrará y será todo nuevo.
Es evidente la ambivalencia que siente por la escuela. Le emociona estar en secundaria y que todo sea distinto, repasa los últimos años de su primaria y algo se ensombrece en su rostro. A medida que Yahel crece, mezcla sin pensar en definirse en lo femenino o lo masculino. ¿Hay escuelas que entiendan eso?
“Así en mi banquito, a gusto, pero ya en el recreo empiezan los problemas porque yo soy de los niños que regularmente se alejan y prefieren estar invisibles. Entonces me junto con ese tipo de niños: los gorditos, los que no les gusta tener tantos amigos y así”, cuenta Yahel.
Una vez, en cuarto año, un niño increpó a Yahel: “Te voy a dar una paliza”. Mientras lo cuenta, su voz, que suele sonar fuerte, parece apagarse. En el receso, Yahel fue a ocultarse con una de sus únicas amigas tras unos árboles, ahí comían. El niño acosador lo buscó por todo el recreo. Lo halló.
– Prepárate porque vamos a pelear.
– No quiero hacerlo.
– ¿Qué? ¿Eres marica?
“Fue el detonante. Le dije a Gaby que corriera a esconderse y traté de defenderme como pude. Traté de tirarlo para que al menos se aturdiera y pudiéramos correr”.
Yahel se esmera para que su voz no se quiebre. No puede. “Al final, el lastimado fui yo. Me golpearon entre varios en el estómago hasta sacarme el aire y me quedé ahí tirado el resto del recreo. Gaby volvió por mí y llegamos tarde a la clase. Mentimos (diciendo) que estábamos en el baño”.
Me cuenta que uno de los niños que participó lo buscó días después. Le pidió perdón. Le dijo que en realidad no quería hacerlo pero que si no lo hacía le hubiera pasado quizá a él.
Cui cui, su mascota, anda cerca. Lo toma y acaricia entre sus manos grandes.
Yuvet, Yahel e Iktán forman parte de la Red de Familias de Infancias Trans, una asociación civil que aglutina casos de todo el país. Antes de la pandemia solían reunirse a tomar talleres, seminarios y a comer. Este círculo de familias se volvió de los principales impulsores de la Ley de Infancias Trans en la Ciudad de México. Ahí estuvieron en 2019, afuera de la Asamblea Legislativa cada vez que fue necesario, exigiendo que la ley fuera descongelada y pudiera bajar al pleno para su discusión. No lo lograron.
Yahel no se beneficiaría tanto con la aprobación de la Ley, ya tiene un nombre neutro y no le molesta. Antes de identificarse como trans le llamaban Jesús, pero en cuanto pudo nombrarse prefirió usar su segundo nombre, que sirve igualmente para niñas y niños. Yahel tiene otro deseo: el reconocimiento del género no binario o fluido. Eso no está aún en ninguna discusión, reforma o iniciativa, no hay ley que considere dar cabida a esta figura. Yuvet se pregunta qué pasará más adelante. Quizá no tenga problemas porque ya usa uno de sus nombres asignados.
La Red de familias Trans es un refugio. El Día de Muertos pasado llegó como bruja y recibió muchos elogios. Nadie reconoció a Yahel al inicio debajo de aquella peluca morada y con ese largo vestido color vino. Fue feliz, hubo muchas fotos y tranquilidad.
Un perrito encapuchado con un pequeño signo anarquista en el pecho dice: “Al carajo tu signo zodiacal, a mí dime tu posición ante el Estado”. Con publicaciones políticas como está, Sara Artemisa interactúa a diario con sus amistades y seguidores desde sus redes sociales. Sara es una chica delgada y alta que suele pasarse el cabello detrás de la oreja mientras agacha un poco la mirada. Ama el cine, es vegana, va en segundo semestre de la preparatoria y se identifica como una chica trans de 16 años que vive en Ciudad del Carmen, Campeche.
Sara sale poco de casa donde vive con Marcela, su madre, y su hermanito Alan de cuatro años. Les acompaña y cuida doña Lolita, una mujer mayor, oriunda de Macuspana, que ha sido cercana a la familia desde que Marcela era niña. Sara pasa la mayor parte del tiempo en su cuarto: ahí tiene una computadora que armó ella misma. Mandó a traer cada pieza por internet: las tres memorias RAM, los dos discos duros, los dos ventiladores, la tarjeta de gráficos último modelo, incluso las luces neón brillantes que se ven cuando la máquina trabaja. Todo con la intención de tener 20 ventanas abiertas, una o dos películas descargándose y un videojuego corriendo mientras escucha rap argentino.
El año nuevo de 2017, Sara había anunciado que tenía algo importante que decir durante la cena. Había repasado las palabras que usaría y a sus 11 años estaba decidida a explicar frente a la familia que, aunque su género asignado en el nacimiento era masculino, ella se sentía una niña. Sin embargo, algo sucedió. “Yo recuerdo que Sara decía, el 31 de diciembre voy a dar una noticia. Y yo contestaba, ‘¿qué es? ¡Dime!’. Ella se frenó porque Alan (su hermanito) nació con Síndrome de Down. Fue un gran impacto para mí y yo estaba muy deprimida. Sara, decía: ‘calma, son hermosos, son recariñosos, no te preocupes’”, cuenta Marcela.
Ese diciembre Sara decidió esperar, pero no contempló que cuatro meses después alguien más le ayudaría a contarlo. Una tarde de abril, Marcela recibió una llamada de la psicóloga de la escuela, que le dijo: “Necesito hablar con usted”. Se apresuró a ir a recoger a Sara, le indicó que esperara en el auto e ingresó a la escuela. Sara se quedó inquieta pues intuía que podría ser revelado su secreto, hacía poco tiempo que se había sincerado con la psicóloga.
“Obviamente yo quedé en shock porque fueron dos noticias súper fuertes en poco tiempo. No me volví loca, no sé cómo, fue algo que me impactó mucho porque no lo vi venir”, recuerda.
– Hija, yo nunca me di cuenta que tenías más gustos de niña que de niño.
– No es eso. A las niñas también nos gustan los carritos, los videojuegos y todo eso.
Marcela dice que su preocupación no era qué pensaría la familia o la gente: “Si nos quieren, lo harán como somos”. Sus temores venían de la posible discriminación y acoso que podría atravesar su hija siendo una persona trans. Un año tardó en comprender lo que sucedía.
“Más que asustarme, me hizo darme cuenta de la importancia que tiene la familia para que las personas trans puedan tener una vida plena. Y eso me quitó la venda de los ojos, me hizo darme cuenta que yo amaría a mi hija siendo trans”, recuerda.
Hoy carga dos imágenes en su celular: un corazón mitad amarillo, mitad azul, con tres semiflechas en el centro (símbolo de la Asociación T21, Familias Down Carmen, espacio que fundó con otras familias) y un corazón azul de arriba, rosa en el centro y azul abajo que parece vibrar cual onda de sonido y que simboliza a la comunidad trans. Ambos se los tatuará pronto.
El cuarto de Sara tiene una pantalla de 75 pulgadas, su madre la compró de oferta apenas tuvo oportunidad. Sabía que sería un gran regalo. Sara sueña con ser cineasta, devora películas, se apasiona al hablar de ellas. Recuerda los nombres de las directoras y directores con precisión, ve videos sobre su realización, sus efectos especiales, las razones del porqué alguna ha marcado la historia del cine.
“Yo descubrí que era trans mientras descubrí que amaba el cine. Blade Runner, la de 1982, es una de las mejores películas de toda la historia y ha inspirado a muchas otras. Habla sobre replicantes y la persecución que hay de ellos. Los replicantes son una especie de androides biológicos y algunos tienen ‘errores’ y se rebelan, en especial los modelos Nexus 6”.
De inmediato relaciona a los replicantes con las personas trans. “Durante la película ves cómo el antagonista no es tan malo realmente. Lo único que quiere es vivir, ser libre y que no le hagan nada malo. No planea hacerles daño, pero está dispuesto a pelear por su libertad y la de su gente. Al final vemos cómo todos ya no están y él está con Deckard, el Blade Runner. Ahí se da cuenta que su muerte podría marcar algo. Luego muere bajo la lluvia mientras dice una frase emblemática. ¡Es genial!”, recrea.
Para estudiar cine, Sara piensa que debe salir de Ciudad del Carmen. Esta urbe petrolera no tiene escuelas especializadas. Tampoco se siente segura al caminar en la calle como adolescente trans.
En secundaria Sara se encontraba muy deprimida y una amiga, en un intento por reconfortarla, le dijo: “conozco a una chica trans que vive por mi casa, es súper bonita y súper increíble. Estaría fabuloso que un día te la presentara. Es hetero, por cierto”. “Hay más como yo”, pensó Sara e inmediatamente se sintió un poco mejor.
Un año después, las dos amigas platicaban cuando súbitamente Sara le recordó aquella posibilidad. Se sentía lista para conocerla.
– ¿Cuándo podemos ir a verla?, preguntó.
– La mataron a machetazos. Lo supe porque mi padre llegó a casa diciendo: “¿viste que mataron al joto de la esquina?”, contestó su amiga.
“Ahí te preguntas cómo puedes vivir en un mundo así, me pudo haber pasado a mí. Ahí es cuando agarras miedo real. No quieres salir a la calle. Cuando voy al Oxxo me visto de forma discreta, hasta masculina, para no llamar la atención de absolutamente nadie. Como dice el eslogan de Alien, el octavo pasajero: En el espacio nadie puede oírte gritar. A las personas trans nadie nos va a oír gritar, nadie nos va a ver, y cuando ya no estemos, nadie va a notar que gritamos, que alguien murió. Pero no murió, la mataron», me dice Sara.
El 17 de noviembre de 2020, trece familias de distintas partes del país viajaron a Jalisco, primer estado en reformar el reglamento del Registro Civil para reconocer el derecho a la identidad de las personas trans sin necesidad de la mayoría de edad. y obtener un acta de nacimiento con su nombre elegido y su género autopercibido. Sara y Marcela iban entre ellas. Sara tenía 15 años y, aunque llevaba cerca de tres de haber empezado su transición, no contaba con ningún documento oficial que la avalara.
Algo estrujó su corazón apenas pusieron un pie en El Salto, municipio donde se puede realizar el trámite. El pueblo entero estaba inundado de los colores de la bandera trans. Azul y rosa pastel por todas partes: en las casas, las calles, los balcones. No daban crédito. Días atrás había sido el festejo de la Virgen Madre Admirable, patrona del pueblo, y justo ese año habían elegido aquellos colores para festejarla. Ese pequeño detalle de bienvenida, esa coincidencia sutil, fue para cada una de esas familias una poderosa señal de que ese día terminaría su peregrinar.
“Cuando empezamos a escuchar que une a une les hablaban (suspira), llorábamos. Y los abrazos, la emoción y las felicitaciones. Para Sara, por ejemplo, eran tres años (de lucha). Veías a las más chiquitas salir y era muy emocionante”, narra Marcela.
Además del acta nueva, les entregaron oficios para realizar en sus estados el trámite de resguardo del acta anterior, que garantiza que nadie podrá tener acceso a esa acta, que se convierte en un documento clasificado. También, documentos para Secretaría de Relaciones Exteriores que permiten el cambio de pasaporte y para la Secretaría de Educación Pública y las escuelas. Para cualquier instancia que lo solicitara.
Sara llevaba un pantalón rosa, una blusa azul y encima una camisa delgadita que hacía estupendo juego con el pantalón por ser del mismo tono. Su cubrebocas era una bandera trans. Toda ella era un grito por su derecho a la existencia. Estaba feliz, mucho, aunque lo expresaba poco. Algo en Sara se acorazó durante los últimos años de acoso escolar, algo se fue muy al fondo para resguardase de las miradas y murmullos al caminar y de esas veces en que la llamaban por su nombre anterior los profesores y sus compañeros. Sin embargo, un suceso inesperado la conmovió visiblemente: llegó quien era su novia en ese momento y de forma precipitada la abrazó. Se les ve a ambas en una fotografía que fue publicada en medios locales, entrelazadas para dejar claro que ese día, ese abrazo, fue único y memorable.
Sara asistió a la gran marcha del 8M de 2020, justo antes del confinamiento obligatorio por la pandemia por Covid-19. Vio a unas chicas al frente, gritando, y sin más se acercó a preguntar: “¿Pertenecen a alguna colectiva?, ¿puedo unirme?”. Una de ellas le dijo que a la que pertenecían quizá no le gustaría pero que le pasaba el teléfono del chat “8M Carmen”. Sara escribió y le dijeron que solo tenía que mandar una carta sobre por qué se consideraba feminista y por qué quería ser partícipe. “Empecé diciendo ‘porque soy mujer’. Para una persona cis es muy obvio, pero para una persona trans es diferente. Expliqué que me atraviesan muchas de las violencias que el patriarcado impone y que quiero ser parte de ese cambio. Si consigo los derechos (legales como mujer trans) es algo increíble, pero de poco me van a servir si la sociedad me excluye, me trata mal,si yo no llego a vivir más allá de los 35 años. Ya sea por cuestiones de exclusión médica o por un crimen de odio. Así que decidí empezar en el feminismo, ponerme en acción”.
La carta gustó mucho y Sara fue invitada a una reunión. La escucharon, fue algo importante para ella. “Crecí en un mundo donde la voz era solo de les adultes, de los hombres hetero y cis. Para mí era una locura pensar que puedo estar en un espacio con estas adultas que son fantásticas y que podrían estar en otra parte haciendo mil millones de cosas, pero están aquí y me toman en serio. Fue tan emocionante, fue bonito y ahí hable de lo trans y me escucharon”.
Sara se unió a las dinámicas de la colectiva durante meses, y en agosto se enteró de una toma simbólica a la que se estaba convocando en las oficinas de Derechos Humanos a raíz de la toma en la Ciudad de México de un edificio federal de CNDH (Comisión Nacional de los Derechos Humanos). “De inmediato pensé ‘quiero ir’. Era para denunciar los casos de agresiones por policías a mujeres y los casos irresueltos de feminicidio en la ciudad”.
Llegó al Palacio Municipal, que era el punto de encuentro, y no conocía a nadie. En su mayoría, las chicas que estaban pertenecían a Rad Fem Carmen, una colectiva de feminismo radical. Sara sintió miedo porque usualmente a la fracción transfóbica del feminismo se le asocia directamente con la Rad Fem. Cuando Sara se preguntaba qué hacer, llegó una de sus compañeras de 8M-Carmen y respiró. Se acercó a ella y estuvieron juntas.
Afuera del ayuntamiento eran aproximadamente 10 jóvenes que cantaban consignas. Nada más. De inmediato hicieron presencia tres patrullas armadas para infundir miedo, para vigilarlas e intimidarlas. En respuesta, decidieron sentarse en un círculo en el piso a hablar de sus vivencias. Llegó el turno de Sara. Tomó la palabra y habló de cómo vive la misoginia siendo una mujer trans y también del hecho de que si llega a tener cispassing (cuando una mujer u hombre trans no lo aparentan físicamente) no resulta mejor. Si notan que es una mujer trans, la discriminan, y si no es evidente, la acosan. Escucharla sorprendió a muchas.
Decidieron marchar al edificio de la Comisión de Derechos Humanos local, todas juntas. Al terminar, la invitaron a un grupo de Whatsapp. Cuando entró, se enteró que era la colectiva de Rad Fem Carmen. “¿O sea, ya soy parte de la colectiva? ¡Me encanta!”, ríe. Sara vivía sentimientos encontrados: emoción por ser parte de algo nuevo y miedo ante lo que pudiera pasar. La polémica llegó de inmediato. El primer día en el chat salió el tema de una colectiva feminista conocida por su discurso transexcluyente y las opiniones al interior se dividieron. Sara se entristeció mucho, pero se dijo: “tengo que seguir ahí. No me puedo salir. El Rad Fem no es sinónimo de transfobia, que haya algunas chicas que lo sean no es motivo para desprestigiarla”.
El día que Sara se unió a ese chat, dos chicas se salieron de la colectiva. El debate sigue en varios niveles y formas. Sara ha encontrado a una de sus mejores amigas ahí mismo. Una chica que describe como ruda, linda, de discursos fluidos y posiciones firmes que hoy es su aliada. Para Sara las mujeres cis son las “actoras históricas del feminismo”, pero no las únicas. Para ella, debe existir un espacio para las mujeres trans, los hombres trans y las personas no binarias. Rechaza la idea de que algunas feministas se sientan con el poder de poner en duda su existencia. Está decidida a no abandonar sus espacios de participación política, en medida de que sea sano y haya otras amigas que la acuerpen.
“Son mi familia no sanguínea, mis hermanas, hermanos y hermanes trans, y lo serán para siempre. Al ser excluida socialmente en la escuela (con el acoso escolar o bullying), al refugiarme en el internet, en la tecnología, al tener la certeza que mi salud mental y emocional no podía depender del mundo tangible, entrar a “Teen Titans” fue como salir corriendo de una habitación en llamas y abrazar a la persona que más quieres”, cuenta Sara con el mayor entusiasmo posible.
Vienen de todo el país, de grandes ciudades y pequeñas. Adolescentes trans se reúnen en tres chats de Whatsapp y son como desean. Piensa que estar entre personas con preguntas similares, sensaciones afines, problemáticas y anhelos parecidos es un refugio en extremo valioso.
“Creamos lazos, ya no te sientes sola. Es un mundo de bandita trans. Es un espacio seguro, lo que se dice en Teen Titans, se queda en Teen Titans. Si me siento mal puedo confiar en elles sin problema, solo tengo que decir, ‘chiques, hoy no me siento bien, ocupo estar con ustedes, necesito un abrazo’ y ahí están a las tres de mañana”.
Sara se apoya y nutre de su entorno y de sus redes virtuales para tomar fuerza, ser visible y hacer activismo. “No queremos lástima, queremos respeto”.
*Este trabajo fue elaborado como parte del Programa Prensa y Democracia (PRENDE) en el marco del Proyecto de investigación “Narrativas, periodismo y regímenes discursivos de la cultura” de la Universidad Iberoamericana, durante la primavera de 2021 en el que esta beca se mudó a la virtualidad y abordó narrativas Queer. Se publica simultáneamente en www.perrocrónico.com y Pie de página.
Edición: Mariana Anzorena Lozoya y Sergio Rodríguez-Blanco.
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